La isla de Malta es pequeña, apenas 27 por 14 kilómetros, pero su historia la hace grande, muy grande, pues en esta isla tuvo lugar la mayor defensa de la cristiandad porque allí, en el centro del mediterráneo, entre Sicilia y el norte de África, se le fijó un límite a la invasión musulmana en el año 1565 cuando, bajo el comando de su gran maestre, Jean Parisot de La Valette, los Caballeros de la Orden de San Juan, resistiendo el sitio establecido por el emperador Solimán, evitaron la incursión sarracena del imperio otomano que, con la flota naval más poderosa de aquel tiempo, quiso invadir a la Europa cristiana.

En la carta que monseñor Carlo María Viganò, quien fuese Nuncio apostólico en Estados Unidos, públicamente le dirigió al presidente Donald Trump el 7 de junio, le informa algo que el Presidente ya sabe, y que Viganò sabe que lo sabe, así que el objetivo de la carta es informar a la opinión pública, al pueblo norteamericano y a la Iglesia, y provocar que quienes lo saben, ahora sepan que los lectores de la carta ya también lo saben.

El 6 de abril de 1250, en la séptima Cruzada, el ejército cristiano sufrió una derrota durante su incursión a Egipto, en El Mansuráh, donde los sarracenos apresaron a san Luis IX, rey de Francia, junto con sus hermanos Carlos y Alfonso, quienes sobrevivieron a Roberto, muerto en la batalla. Tras su liberación, a cambio de la entrega de la plaza de Damieta y un millón de onzas en oro, proporcionadas por la Orden del Temple, partieron a San Juan de Acre, donde edificaron fortalezas y peregrinaron por los Santos Lugares.

En sus primigenios intentos por relacionarse con Dios, el hombre quiso encontrar al Creador en su creación, pero divinizó a la naturaleza de manera idolátrica, y con los siglos se fueron estableciendo mitos que le dieron forma a una religiosidad cósmica centrada en la madre tierra, las religiones naturalistas, que por su origen y forma, son paganas.

Una añeja creencia popular que afirmaba que ni el mundo ni la humanidad llegarían al año dos mil, sustentada en suposiciones escatológicas de ligera religiosidad, a los albores del siglo XXI se le sumaron unos cientificistas que propagaron la suposición de que a las 00:00 horas del 31 de diciembre del año 1999 se colapsarían los sistemas electrónicos de comunicación y de navegación por un supuesto error de software al que se le llamó Y2K por sus siglas (Y = year o año, 2 = dos y K = kilo o mil). Hubo tal incertidumbre y alarma que se evitó viajar en torno a esas horas por temor a que aviones y embarcaciones pudiesen perder su ruta y colapsar; pero nada ocurrió más allá de que el segundero de los relojes pasó de 00 a 01.

Hemos sido arrojados al Desierto, a una cuarentena que ya supera los cuarenta días. Jesús también fue arrojado al desierto, por el Espíritu, tras su bautismo, a una cuarentena en la que experimentó diversas tentaciones hasta superar la más infame: dejar de creer en sí mismo para luego dejar de creer en Dios. Hoy nos está ocurriendo lo mismo...

El 23 de marzo, vísperas de la Anunciación, el Consejo Episcopal Latinoamericano, mediante un comunicado firmado por su presidente, monseñor Miguel Cabrejos Vidarte, arzobispo de Trujillo, Perú, invitó “a los obispos del continente americano a presidir un Acto de Consagración a la Santísima Virgen María bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe”.

Comenzando el siglo XXI, como si hubiese recibido un cheque Al Portador por una suma colosal, la humanidad se entregó a lo material, se dio al despilfarro y pronto cayó en una vertiginosa decadencia moral. Confiada a lo del mundo, supuso haber alcanzado su propia suficiencia sustentada en el crecimiento de la ciencia, el poderío militar y económico y el vertiginoso alcance de las comunicaciones; y relegó al autor de sus días a los edificios religiosos que para él erigió siglos atrás, cuando estaba puesta en Dios su razón de ser y su confianza.

La Penitenciaría Apostólica publicó el 20 de marzo un decreto firmado el día anterior por el Penitenciario Mayor, el cardenal Mauro Piacenza, mediante el que se concede Indulgencia Plenaria, con ocasión de la pandemia, a “los fieles enfermos de Coronavirus, sujetos a cuarentena por orden de la autoridad sanitaria en los hospitales o en sus propias casas”, a “los agentes sanitarios, los familiares y todos aquellos que cuidan de los enfermos de Coronavirus” y a todos aquellos fieles que presenten oraciones “para implorar a Dios Todopoderoso el fin de la epidemia, el alivio de los afligidos y la salvación eterna de los que el Señor ha llamado a sí”. Además, para “los que estén imposibilitados de recibir el sacramento de la Unción de los enfermos y el Viático” concede la Indulgencia plenaria “en punto de muerte siempre que estén debidamente dispuestos y hayan rezado durante su vida algunas oraciones”.

A las razonables suposiciones surgidas a causa de la pandemia del Coronavirus, en torno al inicio de la Gran Tribulación profetizada por Jesucristo, o si esta epidemia es apocalíptica, o si el cierre de iglesias y la prohibición de misas públicas corresponden a la “Abominación desoladora” del discurso escatológico en Mc,13, la respuesta precisa es que no es así, aunque, en efecto, las epidemias serán una señal en la Gran Tribulación, reveladas en el Apocalipsis como el cuarto sello correspondiente al caballo amarillo del cuarto jinete portador de plagas y muerte.