Viernes, 26 Abril 2024

San José

Exhortación Apostólica "Redemptoris Custos" - Página 3

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El censo

9. Dirigiéndose a Belén para el censo, de acuerdo con las disposiciones emanadas por la autoridad legítima, José, respecto al niño, cumplió la tarea importante y significativa de inscribir oficialmente el nombre «Jesús, hijo de José de Nazaret» (cf. Jn 1, 45) en el registro del Imperio. Esta inscripción manifiesta de modo evidente la pertenencia de Jesús al género humano, hombre entre los hombres, ciudadano de este mundo, sujeto a las leyes e instituciones civiles, pero también «salvador del mundo». Orígenes describe acertadamente el significado teológico inherente a este hecho histórico, ciertamente nada marginal: «Dado que el primer censo de toda la tierra acaeció bajo César Augusto y, como todos los demás, también José se hizo registrar junto con María su esposa, que estaba encinta, Jesús nació antes de que el censo se hubiera llevado a cabo; a quien considere esto con profunda atención, le parecerá ver una especie de misterio en el hecho de que en la declaración de toda la tierra debiera ser censado Cristo. De este modo, registrado con todos, podía santificar a todos; inscrito en el censo con toda la tierra, a la tierra ofrecía la comunión consigo; y después de esta declaración escribía a todos los hombres de la tierra en el libro de los vivos, de modo que cuantos hubieran creído en él, fueran luego registrados en el cielo con los Santos de Aquel a quien se debe la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén».[28]

El nacimiento en Belén

10. Como depositarios del misterio «escondido desde siglos en Dios» y que empieza a realizarse ante sus ojos «en la plenitud de los tiempos», José es con María, en la noche de Belén, testigo privilegiado de la venida del Hijo de Dios al mundo. Así lo narra Lucas: «Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2, 6-7).

José fue testigo ocular de este nacimiento, acaecido en condiciones humanamente humillantes, primer anuncio de aquel «anonadamiento» (Flp 2, 5-8), al que Cristo libremente consintió para redimir los pecados. Al mismo tiempo José fue testigo de la adoración de los pastores, llegados al lugar del nacimiento de Jesús después de que el ángel les había traído esta grande y gozosa nueva (cf. Lc 2, 15-16); más tarde fue también testigo de la adoración de los Magos, venidos de Oriente (cf. Mt 2, 11).

La circuncisión

11. Siendo la circuncisión del hijo el primer deber religioso del padre, José con este rito (cf. Lc 2, 21) ejercita su derecho-deber respecto a Jesús.

El principio según el cual todos los ritos del Antiguo Testamento son una sombra de la realidad (cf. Heb 9, 9 s.; 10, 1), explica el por qué Jesús los acepta. Como para los otros ritos, también el de la circuncisión halla en Jesús el «cumplimiento». La Alianza de Dios con Abraham, de la cual la circuncisión era signo (cf. Jn 17, 13), alcanza en Jesús su pleno efecto y su perfecta realización, siendo Jesús el «sí» de todas las antiguas promesas (cf. 2 Cor 1, 20).

La imposición del nombre

12. En la circuncisión, José impone al niño el nombre de Jesús. Este nombre es el único en el que se halla la salvación (cf. Act 4, 12); y a José le había sido revelado el significado en el instante de su «anunciación»: «Y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1, 21). Al imponer el nombre, José declara su paternidad legal sobre Jesús y, al proclamar el nombre, proclama también su misión salvadora.

La presentación de Jesús en el templo

13. Este rito, narrado por Lucas (2, 2 ss.), incluye el rescate del primogénito e ilumina la posterior permanencia de Jesús a los doce años de edad en el templo.

El rescate del primogénito es otro deber del padre, que es cumplido por José. En el primogénito estaba representado el pueblo de la Alianza, rescatado de la esclavitud para pertenecer a Dios. También en esto, Jesús, que es el verdadero «precio» del rescate (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23; 1 Ped 1, 19), no sólo «cumple» el rito del Antiguo Testamento, sino que, al mismo tiempo, lo supera, al no ser él mismo un sujeto de rescate, sino el autor mismo del rescate.

El Evangelista pone de manifiesto que «su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él» (Lc 2, 33), y, de modo particular, de lo dicho por Simeón, en su canto dirigido a Dios, al indicar a Jesús como la «salvación preparada por Dios a la vista de todos los pueblos» y «luz para iluminar a los gentiles y gloria de su pueblo Israel» y, más adelante, también «señal de contradicción» (cf. Lc 2, 30-34).

La huida a Egipto

14. Después de la presentación en el templo el evangelista Lucas hace notar: «Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2, 39-40).

Pero, según el texto de Mateo, antes de este regreso a Galilea, hay que situar un acontecimiento muy importante, para el que la Providencia divina recurre nuevamente a José. Leemos: «Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle"» (Mt 2, 13). Con ocasión de la venida de los Magos de Oriente, Herodes supo del nacimiento del «rey de los judíos» (Mt 2, 2). Y cuando partieron los Magos él «envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo» (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido «rey de los judíos», de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte. Entonces José, habiendo sido advertido en sueños, «tomó al niño y a su madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: "De Egipto llamé a mi hijo"» (Mt 2, 14-15; cf. Os 11, 1).

De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través de Egipto. Así como Israel había tomado la vía del éxodo «en condición de esclavitud» para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que realiza la Nueva Alianza.

Jesús en el templo

15. Desde el momento de la anunciación, José, junto con María, se encontró en cierto sentido en la intimidad del misterio escondido desde siglos en Dios, y que se encarnó: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). El habitó entre los hombres, y el ámbito de su morada fue la Sagrada Familia de Nazaret, una de tantas familias de esta aldea de Galilea, una de tantas familias de Israel. Allí Jesús «crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2, 40). Los Evangelios compendian en pocas palabras el largo período de la vida «oculta», durante el cual Jesús se preparaba a su misión mesiánica. Un solo episodio se sustrae a este «ocultamiento», que es descrito en el Evangelio de Lucas: la Pascua de Jerusalén, cuando Jesús tenía doce años.

Jesús participó en esta fiesta como joven peregrino junto con María y José. Y he aquí que «pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres» (Lc 2, 43). Pasado un día se dieron cuenta e iniciaron la búsqueda entre los parientes y conocidos: «Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles. Todos los que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2, 46-47). María le pregunta: «Hijo ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2, 48). La respuesta de Jesús fue tal que «ellos no comprendieron». El les había dicho: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía ocuparme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49-50).

Esta respuesta la oyó José, a quien María se había referido poco antes llamándole «tu padre». Y así es lo que se decía y pensaba: «Jesús... era, según se creía, hijo de José» (Lc 3, 23). No obstante, la respuesta de Jesús en el templo habría reafirmado en la conciencia del «presunto padre» lo que éste había oído una noche doce años antes: «José ... no temas tomar contigo a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Ya desde entonces, él sabía que era depositario del misterio de Dios, y Jesús en el templo evocó exactamente este misterio: «Debo ocuparme en las cosas de mi Padre».

El mantenimiento y la educación de Jesús en Nazaret

16. El crecimiento de Jesús «en sabiduría, edad y gracia» (Lc 2, 52) se desarrolla en el ámbito de la Sagrada Familia, a la vista de José, que tenía la alta misión de «criarle», esto es, alimentar, vestir e instruir a Jesús en la Ley y en un oficio, como corresponde a los deberes propios del padre.

En el sacrificio eucarístico la Iglesia venera ante todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, pero también la del bienaventurado José [29] porque «alimentó a aquel que los fieles comerían como pan de vida eterna».[30]

Por su parte, Jesús «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51), correspondiendo con el respeto a las atenciones de sus «padres». De esta manera quiso santificar los deberes de la familia y del trabajo que desempeñaba al lado de José.

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