Viernes, 26 Abril 2024

San José

Exhortación Apostólica "Redemptoris Custos" - Página 2

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II. EL DEPOSITARIO DEL MISTERIO DE DIOS

4. Cuando María, poco después de la anunciación, se dirigió a la casa de Zacarías para visitar a su pariente Isabel, mientras la saludaba oyó las palabras pronunciadas por Isabel «llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41). Además de las palabras relacionadas con el saludo del ángel en la anunciación, Isabel dijo: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45). Estas palabras han sido el pensamiento-guía de la encíclica Redemptoris Mater, con la cual he pretendido profundizar en las enseñanzas del Concilio Vaticano II que afirma: «La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz» [5] y «precedió»[6] a todos los que, mediante la fe, siguen a Cristo.

Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina "obediencia de la fe" (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6).

Se puede decir que lo que hizo José le unió en modo particularísimo a la fe de María. Aceptó como verdad proveniente de Dios lo que ella ya había aceptado en la anunciación. El Concilio dice al respecto: «Cuando Dios revela hay que prestarle "la obediencia de la fe", por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por él». [7] La frase anteriormente citada, que concierne a la esencia misma de la fe, se refiere plenamente a José de Nazaret.

5. El, por tanto, se convirtió en el depositario singular del misterio «escondido desde siglos en Dios» (cf. Ef 3, 9), lo mismo que se convirtió María en aquel momento decisivo que el Apóstol llama «la plenitud de los tiempos», cuando «envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» para «rescatar a los que se hallaban bajo la ley», «para que recibieran la filiación adoptiva» (cf. Gál 4, 4-5). «Dispuso Dios —afirma el Concilio— en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4)». [8]

De este misterio divino José es, junto con María, el primer depositario. Con María —y también en relación con María— él participa en esta fase culminante de la autorrevelación de Dios en Cristo, y participa desde el primer instante. Teniendo a la vista el texto de ambos evangelistas Mateo y Lucas, se puede decir también que José es el primero en participar de la fe de la Madre de Dios, y que, haciéndolo así, sostiene a su esposa en la fe de la divina anunciación. El es asimismo el que ha sido puesto en primer lugar por Dios en la vía de la «peregrinación de la fe», a través de la cual, María, sobre todo en el Calvario y en Pentecostés, precedió de forma eminente y singular. [9]

6. La vía propia de José, su peregrinación de la fe, se concluirá antes, es decir, antes de que María se detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de que Ella, una vez vuelto Cristo al Padre, se encuentre en el Cenáculo de Pentecostés el día de la manifestación de la Iglesia al mundo, nacida mediante el poder del Espíritu de verdad. Sin embargo, la vía de la fe de José sigue la misma dirección, queda totalmente determinada por el mismo misterio del que él junto con María se había convertido en el primer depositario. La encarnación y la redención constituyen una unidad orgánica e indisoluble, donde el «plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí».[10] Precisamente por esta unidad el Papa Juan XXIII, que tenía una gran devoción a san José, estableció que en el Canon romano de la Misa, memorial perpetuo de la redención, se incluyera su nombre junto al de María, y antes del de los Apóstoles, de los Sumos Pontífices y de los Mártires. [11]

El servicio de la paternidad

7. Como se deduce de los textos evangélicos, el matrimonio con María es el fundamento jurídico de la paternidad de José. Es para asegurar la protección paterna a Jesús por lo que Dios elige a José como esposo de María. Se sigue de esto que la paternidad de José —una relación que lo sitúa lo más cerca posible de Jesús, término de toda elección y predestinación (cf. Rom 8, 28 s.)— pasa a través del matrimonio con María, es decir, a través de la familia.

Los evangelistas, aun afirmando claramente que Jesús ha sido concebido por obra del Espíritu Santo y que en aquel matrimonio se ha conservado la virginidad (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), llaman a José esposo de María y a María esposa de José (cf. Mt 1, 16. 18-20. 24; Lc 1, 27; 2, 5).

Y también para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José, porque jurídicamente depende de este matrimonio la paternidad de José. De aquí se comprende por qué las generaciones han sido enumeradas según la genealogía de José. «¿Por qué —se pregunta san Agustín— no debían serlo a través de José? ¿No era tal vez José el marido de María? (...) La Escritura afirma, por medio de la autoridad angélica, que él era el marido. No temas, dice, recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Se le ordena poner el nombre del niño, aunque no fuera fruto suyo. Ella, añade, dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. La Escritura sabe que Jesús no ha nacido de la semilla de José, porque a él, preocupado por el origen de la gravidez de ella, se le ha dicho: es obra del Espíritu Santo. Y, no obstante, no se le quita la autoridad paterna, visto que se le ordena poner el nombre al niño. Finalmente, aun la misma Virgen María, plenamente consciente de no haber concebido a Cristo por medio de la unión conyugal con él, le llama sin embargo padre de Cristo».[12]

El hijo de María es también hijo de José en virtud del vínculo matrimonial que les une: «A raíz de aquel matrimonio fiel ambos merecieron ser llamados padres de Cristo; no sólo aquella madre, sino también aquel padre, del mismo modo que era esposo de su madre, ambos por medio de la mente, no de la carne».[13] En este matrimonio no faltaron los requisitos necesarios para su constitución: «En los padres de Cristo se han cumplido todos los bienes del matrimonio: la prole, la fidelidad y el sacramento. Conocemos la prole, que es el mismo Señor Jesús; la fidelidad, porque no existe adulterio; el sacramento, porque no hay divorcio».[14]

Analizando la naturaleza del matrimonio, tanto san Agustín como santo Tomás la ponen siempre en la «indivisible unión espiritual», en la «unión de los corazones», en el «consentimiento»,[15] elementos que en aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar. En el momento culminante de la historia de la salvación, cuando Dios revela su amor a la humanidad mediante el don del Verbo, es precisamente el matrimonio de María y José el que realiza en plena «libertad» el «don esponsal de sí» al acoger y expresar tal amor. [16] «En esta grande obra de renovación de todas las cosas en Cristo, el matrimonio, purificado y renovado, se convierte en una realidad nueva, en un sacramento de la nueva Alianza. Y he aquí que en el umbral del Nuevo Testamento, como ya al comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero, mientras la de Adán y Eva había sido fuente del mal que ha inundado al mundo, la de José y María constituye el vértice, por medio del cual la santidad se esparce por toda la tierra. El Salvador ha iniciado la obra de la salvación con esta unión virginal y santa, en la que se manifiesta su omnipotente voluntad de purificar y santificar la familia, santuario de amor y cuna de la vida».[17]

¡Cuántas enseñanzas se derivan de todo esto para la familia! Porque «la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor» y «la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa»;[18] es en la sagrada Familia, en esta originaria «iglesia doméstica»,[19] donde todas las familias cristianas deben mirarse. En efecto, «por un misterioso designio de Dios, en ella vivió escondido largos años el Hijo de Dios: es pues el prototipo y ejemplo de todas las familias cristianas».[20]

8. San José ha sido llamado por Dios para servir directamente a la persona y a la misión de Jesús mediante el ejercicio de su paternidad; de este modo él coopera en la plenitud de los tiempos en el gran misterio de la redención y es verdaderamente «ministro de la salvación».[21] Su paternidad se ha expresado concretamente «al haber hecho de su vida un servicio, un sacrificio, al misterio de la encarnación y a la misión redentora que está unida a él; al haber hecho uso de la autoridad legal, que le correspondía sobre la Sagrada Familia, para hacerle don total de sí, de su vida y de su trabajo; al haber convertido su vocación humana al amor doméstico con la oblación sobrehumana de sí, de su corazón y de toda capacidad, en el amor puesto al servicio del Mesías, que crece en su casa». [22]

La liturgia, al recordar que han sido confiados «a la fiel custodia de san José los primeros misterios de la salvación de los hombres»,[23] precisa también que «Dios le ha puesto al cuidado de su familia, como siervo fiel y prudente, para que custodiara como padre a su Hijo unigénito».[24] León XIII subraya la sublimidad de esta misión: «El se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a su propio padre».[25]

Al no ser concebible que a una misión tan sublime no correspondan las cualidades exigidas para llevarla a cabo de forma adecuada, es necesario reconocer que José tuvo hacia Jesús «por don especial del cielo, todo aquel amor natural, toda aquella afectuosa solicitud que el corazón de un padre pueda conocer».[26]

Con la potestad paterna sobre Jesús, Dios ha otorgado también a José el amor correspondiente, aquel amor que tiene su fuente en el Padre, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15).

En los Evangelios se expone claramente la tarea paterna de José respecto a Jesús. De hecho, la salvación, que pasa a través de la humanidad de Jesús, se realiza en los gestos que forman parte diariamente de la vida familiar, respetando aquella «condescendencia» inherente a la economía de la encarnación. Los Evangelistas están muy atentos en mostrar cómo en la vida de Jesús nada se deja a la casualidad y todo se desarrolla según un plan divinamente preestablecido. La fórmula repetida a menudo: «Así sucedió, para que se cumplieran...» y la referencia del acontecimiento descrito a un texto del Antiguo Testamento, tienden a subrayar la unidad y la continuidad del proyecto, que alcanza en Cristo su cumplimiento.

Con la encarnación las «promesas» y las «figuras» del Antiguo Testamento se hacen «realidad»: lugares, personas, hechos y ritos se entremezclan según precisas órdenes divinas, transmitidas mediante el ministerio angélico y recibidos por criaturas particularmente sensibles a la voz de Dios. María es la humilde sierva del Señor, preparada desde la eternidad para la misión de ser Madre de Dios; José es aquel que Dios ha elegido para ser «el coordinador del nacimiento del Señor»,[27] aquél que tiene el encargo de proveer a la inserción «ordenada» del Hijo de Dios en el mundo, en el respeto de las disposiciones divinas y de las leyes humanas. Toda la vida, tanto «privada» como «escondida» de Jesús ha sido confiada a su custodia.

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