Sábado, 20 Abril 2024

Editoriales

Los siete pecados capitales

Los siete pecados capitales

La consecuencia del pecado, que es el distanciamiento de Dios, en un mayor grado se manifiesta en la soberbia, un pecado que se traduce en el querer ser como Dios, pero al margen de Dios y sin Dios. La soberbia, es entonces, la raíz de donde proceden los vicios y pecados, pues todo pecado supone el culto idolátrico de sí mismo que antepone los propios caprichos a la voluntad divina.

El papa san Gregorio Magno, cuyo pontificado fue del año 590 al 604, definió los pecados capitales como afectos desordenados de los que se derivan todos los demás y estableció su número en siete: soberbia, lujuria, acedia o pereza espiritual, gula, ira, envidia y avaricia. Además de ser pecados, son también son vicios, pues no son actos aislados, sino inclinaciones y hábitos.

De los siete pecados capitales, aunque cuatro de ellos aparentemente desean el bien, en realidad no es así porque el deseo es desbordado: la soberbia es el apetito desordenado de la propia alabanza, la gula es el deseo desordenado de comer y beber, la lujuria es el apetito desordenado del placer venéreo, y la avaricia es el deseo desordenado de los bienes exteriores. Los otros tres huyen del bien por el mal que les acompaña: la acedia o pereza espiritual, por el esfuerzo que supone; la envidia o tristeza por el bien ajeno, porque rebaja la excelencia; y la ira, porque implica un deseo mayúsculo de venganza.

Aparte de los pecados capitales, por ir en contra del orden social hay pecados que claman al cielo, como son el homicidio voluntario, la sodomía, la opresión de los pobres, viudas y huérfanos, y la defraudación del salario.

De cada uno de los siete pecados capitales se derivan varias perversidades que ofenden a Dios y dañan, tanto a quien los padece, como a su prójimo:

De la soberbia, que implica el amor excesivo y perverso de uno mismo, se derivan todos los demás pecados y también la jactancia, afán de novedades, hipocresía, discordia, disputas y desobediencia.

De la lujuria, que es el deseo obsesivo del placer sexual moralmente desordenado, cuando es buscado por sí mismo y separado de la procreación y de la unión de amor, derivan ceguera espiritual, precipitación, inconstancia, amor desordenado de sí mismo, odio a Dios, apego a esta vida y horror a la futura.

De la acedia o pereza espiritual, que es una forma de depresión debida al relajamiento de la ascesis y que lleva al desaliento, derivan malicia, rencor, pusilanimidad, desesperación, torpeza e indolencia en la guarda de los mandamientos y divagación de la mente hacia las cosas ilícitas.

De la gula, que siempre es el exceso innecesario en el consumo de alimentos y otros bienes, que es más grave cuando se comete mientras otros mueren por hambre, derivan torpeza de entendimiento, alegría desordenada, locuacidad excesiva, ordinariez en palabras y gestos e inmundicia.

De la ira, que es un deseo de venganza y de castigo, y que puede llegar hasta el deseo deliberado de matar al prójimo, derivan indignación, rencor, griterío, blasfemia, insultos y riñas.

De la envidia, que procede directamente del orgullo y que acaba por armar a unos contra otros, devienen odio, murmuración, difamación, calumnia, gozo por las adversidades del prójimo y tristeza en su prosperidad.

De la avaricia, que es el deseo desenfrenado por obtener más, y la retención de bienes que podrían emplearse en el alivio del prójimo, derivan dureza de corazón hacia los pobres, apego desordenado por los bienes terrenos, violencia, engaño, fraude, perjurio y traición.

La causa del pecado, que hace impura a la persona humana y que la aparta de Dios, suele buscarse afuera de la persona misma, en agentes externos como los demonios o en tentaciones exteriores que inducen a pecar, pero se localiza más en el interior de uno mismo. En efecto, así lo explicó Jesús: “Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas esas perversidades sales de dentro y contaminan al hombre” (Mc 7,20-23). Conocer esto debe provocar la responsabilidad de enmendarse uno mismo en lugar de culpar a los demás de las propias faltas.

Además de la conciencia, Dios confiere antídotos contra los pecados capitales y sus derivadas perversidades. Son los sacramentos, las virtudes morales, las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. San Juan de la Cruz lo expresa bien en su Suma de Perfección: “Olvido de lo creado, memoria del Creador, atención a lo interior y estarse amando al Amado”.