Jesús obró el milagro de los panes para unos cinco mil hombres en compañía de sus apóstoles. “Después de despedirse de ellos, se fue al monte a orar. Al atardecer, estaba la barca en medio del mar y él, solo, en tierra. Viendo que ellos se fatigaban remando, pues el viento les era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche viene hacia ellos caminando sobre el mar y quería pasarlos de largo. Pero ellos viéndolo caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, pues todos lo habían visto y estaban turbados. Pero él, al instante, les habló, diciéndoles: «¡Animo!, que soy yo, no teman». Subió entonces donde ellos a la barca, y amainó el viento, y quedaron en su interior completamente estupefactos. Pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada” (Mc 6,46-52).
Los miró con amor y fue a encontrarse con ellos, hombres sencillos a los que eligió para que estuviesen con él y para, con ellos, establecer su Iglesia. En la tradición escriturística, el mar tiene el significado de representar a las fuerzas del mal, un elemento que este relato contiene significativamente al apuntar a la Iglesia que navega aun con vientos que le son adversos. Los Doce, remando fatigados contra el viento no habrían podido poner rumbo, en aquel momento, a la barca que Jesús les habría de confiar. Necesitaban del Señor, pues tenían la mente distraída en que Jesús fuese proclamado rey y en por qué, en lugar de permitírselos, los había hecho abandonar a la multitud que lo aclamaba como tal.
Jesús acudió de inmediato en auxilio de los suyos y de su Iglesia. Se acercó hacia ellos caminando sobre el mar, pasando por encima de las fuerzas del mal, pisando a lo que amenazaba con hundirlos. Pero aunque lo pretenda, el mal no puede vencer al bien. En cambio, el bien es lo único que puede vencer al mal. Jesús lo sabía, él es el bien y, aunque los suyos no lo supieran todavía en plenitud, vino hacia ellos y al momento calmó el viento que les era contrario.
Aquellos momentos difíciles en la barca, se han repetido en diversas ocasiones en la historia de la Iglesia, con persecuciones que han pretendido destruirla, aunque siempre ha salido victoriosa porque Cristo navega con ella.
Es inquietante que los apóstoles, al verlo venir hacia ellos caminando sobre el mar, no lo reconocieran y se llenaran de temor pensando que se trataba de una aparición fantasmagórica. Tuvo Jesús que animarlos haciéndoles ver que era él mismo, pues no lo distinguieron debido a que no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada. En efecto, su mente estaba ofuscada por las ideas que en ellos se agolpaban pensando en que el mesianismo de Jesús habría de ser reinando en el mundo.
Ahora es tarea de nosotros identificar esos pensamientos nuestros que son inculcados por otras aspiraciones que nublan nuestra mirada cuando viene Jesús hacia nosotros, cuando pasa por nuestra vida y lo dejamos pasar de largo, temerosos en vez de llenarnos de dicha. ¿Nosotros ya hemos comprendido lo de los panes? Saber que Cristo es el pan sobrenatural que alimenta nuestro espíritu para alcanzar la vida eterna nos permitirá encontrarnos con él. Pero si no comprendemos lo de los panes, tampoco podremos conocer lo que es esencial, pues por tener la mente embotada tampoco lo reconoceremos en las ocasiones en que viene a nosotros.
Ya con Jesús en la barca, con ellos, los apóstoles consiguieron llegar seguros a puerto, lo que nos permite reflexionar en que si acaso nosotros ¿seremos capaces de terminar la travesía de nuestras vidas solos o si obligadamente necesitamos de Dios con nosotros para lograrlo con buen fin? “Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcaron, lo reconocieron en seguida. Recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que él estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto, y cuantos la tocaron quedaban salvados” (Mc 6,53-56).
Jesús no se quedó instalado donde la multitud lo proclamaba rey, y porque lo impidió es que continuó con su trayecto, en compañía de los suyos, a donde también se vivía con la necesidad apremiante de la presencia del Salvador. Y allí derramó el bien de su presencia con los signos propios de su amor misericordioso, amor que cura y que sana, amor que salva.