Tras su transfiguración en el monte ante Pedro, Santiago y Juan, y después de haber exorcizado al hijo endemoniado de un padre al que le aumentó la fe, el Señor reveló a sus discípulos, por segunda ocasión, lo que habría de sucederle: “Y saliendo de allí, iban caminando por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de haber muerto resucitará.» Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle” (Mc 9,30-32).
Jesús los previno para que ninguno se asumiese desengañado por su muerte, les anunció que él sabía que su muerte no sería consecuencia de un incidente, sino que era necesaria en el plan de salvación, y quiso enterarlos de que el Padre celestial lo entregaría a los hombres que lo matarían, pero que eso no sería el fin porque a los tres días habría de resucitar.
Los discípulos no entendieron lo que el Señor les dijo porque no quisieron entender, pues temían que al preguntarle acerca de su resurrección, con su respuesta les confirmara la certeza de su pronta muerte.
“Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutían por el camino?» Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos.» Y tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a aquel que me ha enviado.»” (Mc 9,33-37). Jesús los inquirió acerca de lo que habían discutido porque vio que se habían confrontado entre ellos por intereses personales o por afinidades de unos por otros.
Si el Señor habría de morir, ¿quién de entre ellos sería su sucesor para ocupar el trono del reino? El líder, naturalmente, tendría que ser el mayor de entre todos. ¿Los movía un deseo de poder o el deseo de que la causa no se perdiera con la muerte de Jesús, sino que pudiese continuar en el grupo de los Doce, nombrando un líder de entre ellos mismos.
Al cuestionarles Jesús acerca de qué discutían durante el trayecto, respondieron con un callado silencio que abrió una distancia entre Jesús y los apóstoles. El ambiente era denso porque el plan divino, que no alcanzaban a comprender, no era para ellos la causa en común, sino el propósito de mantenerse unidos tras la muerte de Jesús. Decidir quién era el mayor estaba segmentando al grupo. En respuesta a su inquietud, el Señor acortó la distancia que los había separado enseñándoles que si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos, una propuesta desconocida hasta entonces.
¿Cómo puede alguien ser el primero, si no hace nada por engrandecerse ante los demás y si, al contrario, se empequeñece y se afana en ser el último? ¿Cómo puede alguien lograr ser servido por muchos, cuando se empeña en servir a los demás? ¿Cómo, cuando todos quieren ser poderosos y no humildes? Este modelo de convivencia presentado por Cristo es nuevo y difícil de comprender, aunque sabemos que se traduce en la alegría de servir, en el gozo de dar y en la dicha de compartir.
Jesús presentó a los Doce, de manera sensible, lo que les había enseñado, al tomar a un niño, el más pequeño de aquella sociedad, y lo puso en un lugar relevante, en medio de ellos haciendo de él el de mayor importancia, y en un gesto de primacía lo estrechó entre sus brazos. Mucho hubiera deseado, cualquiera de los Doce, que el Señor hubiese hecho ese gesto hacia alguno de ellos para indicar su primacía, pero lo hizo con el más pequeño, y así unió la dignidad del pequeño con la grandeza del servidor arrancando de raíz todo pensamiento de vanagloria, y les enseñó a no ambicionar los primeros puestos sino a buscar ser el último de todos.
Esta enseñanza del Señor muestra que el amor es desinteresado, y explica que quien recibe a alguien tan insignificante como lo es un niño, sin pretender recibir nada a cambio, recibe a Cristo, porque Cristo ama así, sin motivaciones ocultas. Quien así ama, recibe en sí mismo a Dios, porque Dios es amor.