Sábado, 04 Mayo 2024

Editoriales

El ciego de Jericó

El ciego de Jericó

En Jericó, ciudad habitada por ricos y por sus sirvientes, todo era placentero. Pero en aquel oasis también moraba un hombre pobre llamado Bartimeo. Él, que vivía la desgracia de ser ciego y la desdicha de ser un mendigo relegado por sus vecinos, había educado su oído de tal manera que aunque nada veía, todo lo escuchaba. Uno de sus días, Jesús atravesó su ciudad: “Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y lo seguía por el camino” (Mc 10,46-52).

Instalándose afuera de la ciudad, junto al camino, clamaba a los ricos que llegaban a Jericó, procedentes de Jerusalén con vituallas para los días de su estancia en sus grandes casas, les pedía limosna, y gracias a su agudizado oído lograba identificar a los visitantes, unos generosos, otros avaros.

Un día, el más feliz de aquellos, Bartimeo oyó que de Jericó procedía una gran muchedumbre con rumbo hacia Jerusalén y pensó que allí vendría algún personaje distinguido, probablemente generoso. Al no lograr identificar ninguna de las voces, preguntó de quién se trataba y le informaron que quien venía era Jesús de Nazaret. Bartimeo, entonces, con potente voz llamó a Jesús en repetidas ocasiones, y lo hizo refiriéndose a él con el título mesiánico “Hijo de David”, expresando así que él era, efectivamente, el Mesías. ¿De dónde supo que Jesús era el Mesías? ¿Cómo lo sabía, sin poder leer y sin instrucción ni sabiduría? Pues de las autoridades de Jerusalén que con frecuencia acudían a Jericó, conversando entre ellos que aquel nazareno era el Mesías.

Jesús fue para Bartimeo la oportunidad de encontrarse con Dios, y Bartimeo fue para Jesús motivo de encontrarse con el hombre que clama a Dios. Se encontraron el hombre disminuido y Dios que se disminuyó a sí mismo para coincidir con el hombre. Pero otras voces surgieron de entre la muchedumbre ordenándole que se callara, mirándolo como el hombre temeroso que era.

Bartimeo no imploraba una limosna, suplicaba compasión. Jesús detuvo su andar y en sus ojos radiantes brilló la misericordia. Luego se dirigió a los que le habían ordenado callarse y les mandó que lo llamaran.

La orden del Señor ahogó la impiedad de ellos que, contristados por su ausencia de caridad, lo animaron a que se acercara. Al momento dio un salto indiscreto y percibió la mirada de Jesús sobre él, tan cálida como el sol del mediodía. El ciego también lo miró como los ciegos lo hacen, con las puntas de sus dedos que deslizó por su túnica hasta encontrar las manos de Jesús a las que entrelazó las suyas. Luego escuchó, como en una armonía, esas palabras que nunca nadie había pronunciado para él: –¿Qué quieres que haga por ti?–.

El ciego apretó entre sus manos las del Señor e intentó responder, pero su boca apenas soltó un sollozo de esperanza, diciendo: ¡Que vea! Al momento, Jesús le indicó que su fe había sido recompensada; luego despertó la vista que en sus ojos estaba dormida y giró sobre sus pies para avanzar de nuevo hacia Jerusalén.

Entonces Bartimeo escuchó la voz de su ángel, que le decía: –Sigue a Jesús por el camino del que nada podrá sacarte. Síguelo, porque él mismo es el camino, la verdad y la vida. Síguelo, amigo mío, síguelo en todos tus días por venir–.

Él buscó la voz que le hablaba para conocer a su ángel, pero no lo vio, y comprendió que a los ángeles sólo se les escucha. Luego recibió un segundo milagro aquel hombre que vivía relegado a la orilla del camino cuando vio que ya estaba siguiendo los pasos de Jesús, caminando con él hacia el mismo horizonte.

De Bartimeo recibimos la preclara lección de buscar a Dios con insistencia, aunque a veces el entorno nos lo pretenda impedir. No faltarán voces disonantes que nos quieran disuadir, pero el Señor es más grande que tal imprudencia.