Domingo, 19 Mayo 2024

Editoriales

Uno de ustedes me entregará

Uno de ustedes me entregará

Fue durante la última Cena cuando Jesús anunció a los apóstoles la traición de Judas: “El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?». Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice: «vayan a la ciudad; les saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; síganlo y allí donde entre, digan al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él les enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; hagan allí los preparativos para nosotros». Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua” (Mc 14,12-16).

Jesús ya tenía preparado lo necesario para concretar uno de sus más grandes legados, pero debía conducirse con prudencia, pues ya no eran pocos los que desde sus madrigueras de poder conspiraban contra él para quitarle la vida luego de atraparlo con engaños y sin que hubiese testigos; pero quiso vivir un momento de íntima soledad con los suyos, sin ponerlos en riesgo, para luego librar la más grande batalla entre el bien el mal.

Jesús había conseguido de sus fieles amigos un sitio seguro en el que pudiera estar con los apóstoles a resguardo de sus enemigos, y les dio una clave sencilla: sólo tendrían que encontrar a un hombre con una vasija sobre el hombro, cruzar miradas con él, sin pronunciar palabra, en sigilo y silencio, y seguirle hasta una casa en la que él entraría. Allí los estarían esperando los amigos de Jesús, que con generosidad le habían procurado la amplia habitación de la parte alta de la casa. Después cayó la tarde.

“Y al atardecer, llega él con los Doce. Y mientras comían recostados, Jesús dijo: «Yo les aseguro que uno de ustedes me entregará, el que come conmigo». Ellos empezaron a entristecerse y a decirle uno tras otro: «¿Acaso soy yo?». Él les dijo: «Uno de los Doce que moja conmigo en el mismo plato. Porque el Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!»” (Mc 14,17-21).

Los apóstoles solían celebrar cada año, en la Pascua, el paso del Todopoderoso por su pueblo, para conducirlo a la libertad. Jesús, por su parte inauguraba, en una nueva celebración, el paso del pecado a la reconciliación y el paso de la muerte a la vida. Pero aquella noche, Jesús estaba triste, y desde su tristeza sonreía como si sus labios fuesen a cantar un himno a la eternidad y como si, teniendo que partir a un destino distante, anhelara mantenerse cercano a los suyos para tranquilizar sus inquietudes.

No obstante, también tuvo que ser enérgico al expresar que entre los Doce se encontraba un falsario. Con voz entrecortada por la herida que lastimaba su corazón les dijo que uno de ellos simulaba compartir sus ideales y falseaba la fidelidad haciéndose querer como amigo, aunque ya no daba razón de la amistad.

La tristeza en Jesús creció al escuchar que cada uno de ellos le preguntaba «¿Acaso soy yo?». Esa pregunta lo contristó por ver que ellos habían concebido, alguna vez, ideales contrapuestos a sus enseñanzas. Frecuentes muestras de aprecio tuvo el Señor hacia los suyos, particularmente con Judas, quien gozaba de su amistad como lo demuestra el gesto de confianza, en la cultura semita, de comer del mismo plato. Y vino a Jesús el recuerdo de la sagrada Escritura: “Hasta mi amigo íntimo en quien yo confiaba, mi compañero de mesa, me ha traicionado” (Sal 41,10).

La muerte del Señor era inminente, pues su Pasión estaba por comenzar. Primero, el falsario debía cristalizar su traición, pues recibido su pago tenía que entregar la mercancía por la que cobró, pero antes, escuchó al Señor decir de él: ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido! En efecto, para terminar así el paso por esta vida habría sido mejor no haber nacido nunca, pues si se nace para la salvación, la vida tiene sentido; pero si la salvación no se alcanza, entonces habría sido mejor no nacer.

Jesús soltó un hondo suspiro ante el grupo de los Doce antes de dirigirse a ellos para darles a conocer que su muerte desvelaría grandes misterios e indicarles que deberían enseñar a sus hijos a esperar su retorno porque el mundo no estaba todavía preparado para él.