Viernes, 26 Abril 2024

Editoriales

Seguir o perseguir a Jesús

Seguir o perseguir a Jesús

Luego de haber restablecido la mano inservible de un hombre en la sinagoga de Cafarnaúm, en sábado, demostrando así que siempre es lícito hacer el bien en vez del mal, el Evangelio narra que los seguidores de Jesús crecían en número y que ya eran multitudes las que le seguían: “Jesús se retiró con sus discípulos hacia el mar, y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea. También de Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán, de los alrededores de Tiro y Sidón, una gran muchedumbre, al oír lo que hacía, acudió a él” (Mc 3,7-8). Siete es el número teológico que significa perfección y plenitud, y pues a Jesús lo sigue una muchedumbre proveniente de siete lugares, el número enfatiza que la manera de seguirlo ha de ser perfecta para alcanzar la plenitud.

Algo encontraron en Jesús quienes le siguieron, pues ya no eran únicamente judíos, sino también paganos de la Transjordania y de ciudades greco-romanas. ¿Habrá sido su libertad para expresar la verdad? ¿O era, acaso, la calidez de sus palabras? Jesús, como primorosamente escribió el poeta Gibrán Jalil Gibrán, “conocía el mar y los cielos, hablaba de perlas que tienen luz distinta a esta luz y de astros encendidos más allá de nuestra noche. Conocía las montañas como las conocen las águilas, y los valles tal como los conocen los arroyos y las corrientes. Había un desierto en su silencio y un jardín en sus palabras. Siempre fue un poeta cuyo corazón moraba en un bosquecillo que crece más allá de las alturas; y sus himnos, aunque eran cantados para nuestros oídos, también lo fueron para otros y para hombres de otras tierras, donde la vida es eternamente joven y el tiempo es siempre aurora”.

Quienes seguían a Jesús quedaban embelesados, tanto por su exquisita personalidad como por sus dulces palabras; sin embargo, el deseo de obtener de él un beneficio inmediato, les impidió en varias ocasiones escucharle con esmero, y él tenía que tomar precauciones para hacer que atendieran a sus palabras: “Entonces, a causa de la multitud, dijo a sus discípulos que le prepararan una pequeña barca, para que no lo aplastaran. Pues curó a muchos, de suerte que cuantos padecían dolencias se le echaban encima para tocarlo. Y los espíritus inmundos, al verlo, se arrojaban a sus pies y gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios.» Pero él les mandaba enérgicamente que no lo descubrieran” (Mc 3,9-12).

Esa multitud, a Jesús ¿lo seguía o lo perseguía? Lo persiguieron los perversos para ver la forma de eliminarlo, y a su vez lo persiguieron los piadosos. Tuvo que subir a una barca para retirarse de la orilla del mar y del tumulto para evitar que lo aplastaran. Nos parece extraño que Jesús quiera poner distancia, pero ¿qué es más necesario para el hombre, la solución de sus necesidades materiales o atender a la voluntad de Dios?

Somos cristianos porque seguimos a Cristo, pero ¿con qué actitud y bajo qué intereses lo seguimos? El relato invita a la interiorización para revisar cómo es nuestro seguimiento de Jesús. ¿Lo seguimos o lo perseguimos? ¿Vivimos nuestra fe como un seguimiento de Cristo o es una persecución de Cristo? Nuestra actitud hacia Jesús debe trascender en un seguimiento más auténtico y comprometido que nos haga estar con él.

Cierto es que el Señor no pondría distancia entre nuestros ruegos y su escucha, pero hemos de procurar que nuestra oración cotidiana no consista solamente en presentarle peticiones, sino en escucharlo, con la certeza de que ya conoce nuestras necesidades y sabiendo que él también quiere ser escuchado, pues tiene tanto que decir y que enseñar, tanto amor que manifestar, tanto consuelo que entregar y tanto qué perdonar. Tal vez sólo nos pida un momento de silencio para que escuchemos cómo es que quiere ser amado; pero solemos apresarlo entre nuestras solicitudes, olvidando lo que da sentido a nuestra vida, que es poner nuestra atención amorosa en Dios.

Los demonios, ángeles caídos, pero al fin ángeles, creados por él y para él, también lo reconocieron y también proclamaron su divinidad. Y en el caso de nosotros, redimidos por él del pecado, ¿no aseveramos, al cabo de dos mil años, que Jesús es el Hijo de Dios? Sí, aunque con una diferencia notable: los demonios lo dicen con temor, nosotros hemos de decirlo con amor. Ellos creen y se estremecen, tienen que obedecer a su creador, pero no lo aman y no saben amar. Profesar la fe en Jesucristo consiste, en cambio, en pregonar el amor en armonía con quien es, en sí mismo, el amor.