Sábado, 02 Noviembre 2024

Editoriales

El hombre rico

El hombre rico

A un hombre rico, de quien el evangelista no menciona su nombre, refiriéndose a él como uno que corrió a su encuentro, le inquietaba saber qué habría de hacer para alcanzar la trascendencia luego de esta vida, así que se acercó al Señor y le preguntó qué le faltaba por hacer para llegar a su propósito: “Se ponía ya en camino cuando uno corrió a su encuentro y, arrodillándose ante él, le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?».  Jesús le dijo: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: no mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes falso testimonio, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre». Él, entonces, le dijo: «Maestro, todo eso lo he guardado desde mi juventud»” (Mc 10,17-20).

Se arrodilló ante Jesús en un gesto del que se intuye que reconoció en él al Mesías. Además le llamó Maestro bueno, reconociendo su bondad, aunque desde un criterio humano porque también pudo ser que vio en Jesús a un maestro de la ley, de esos que enseñaban preceptos. Ser «bueno» en sumo grado es exclusivo de Dios, aunque también al hombre se le llame bueno. Por eso Jesús le cuestionó acerca del por qué le había llamado bueno, un título reservado a Dios, que en nuestro cristianismo equivaldría a santísimo, para recordarle los mandamientos divinos de los que mencionó sólo seis de aquellos que se refieren a las relaciones con el prójimo. El hombre le indicó que desde su juventud había sido observante de los mandamientos, lo que hace suponer que procuraba conducirse con justicia. Sin embargo, aunque su conducta era intachable, algo le faltaba para alcanzar la vida eterna, y no era mucho, entonces “Jesús, fijando en él su mirada, lo amó y le dijo: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme». Pero él, abatido por estas palabras, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes” (Mc 10,21-22).

Si en nuestro tiempo el Señor nos hiciera saber que sólo una cosa nos falta para alcanzar la vida eterna, seguramente nos empeñaríamos en hacerla, pues nos sabríamos ya cercanos de llegar a la promesa de la resurrección. Aquel hombre tuvo la sabiduría de postrarse ante el Señor, y en ello nos deja un buen testimonio, pero al final de nada le sirvió porque no hizo lo que le indicó. Salió a su encuentro, pero no quiso ir al encuentro de los demás. Aquí se halla la clave del relato.

El Señor no condiciona su amor, él ama sin restricciones, y antes de escuchar la respuesta de aquel que salió a su encuentro, con la caricia de su mirada le expresó su amor incondicional. Jesús amó con anticipación a este hombre y le ofreció un tesoro en el cielo, un tesoro que no impone a nadie porque alcanzarlo depende de ser aceptado libremente.

Para el hebraísmo de aquel tiempo, los ricos eran vistos como aquellos que alcanzarían la vida eterna, pues resultaba evidente que si ya Dios les favorecía en vida, tanto más lo haría después de su muerte. La riqueza constituía un evidente signo de la predilección divina, y como el protagonista de este pasaje tenía muchos bienes, no pudo aceptar la indicación de Jesús de deshacerse de esos bienes para dárselos a los pobres.

De la solución que Jesús presentó provienen dos enseñanzas: 1) no confiar la salvación en nada ni en nadie que no sea el Salvador, y 2) compartir con los demás la viabilidad de la vida eterna. Ninguna de estas dos enseñanzas la entendió el hombre rico, y como tenía muchos bienes, se marchó abatido.

Aquel hombre que, aunque interesado en la trascendencia, no logró seguir a Jesús, aspiraba a grandes cosas, y la palabra del Señor le mostró el camino, pero se marchó poniendo en riesgo su salvación.

Ante Dios, el hombre próspero es un administrador de los bienes temporales que debe invertir su caudal a fin de que se derrame en beneficio de los demás. Acumular dinero, sin un objetivo de inversión, a nadie beneficia, y tampoco a él.

Hemos de identificar, en las propias circunstancias, los obstáculos que nos impiden seguir a Cristo, y distinguir aquello que nos hace pensar que ya hemos alcanzado la salvación a fin de que no nos ocurra lo que a aquel hombre rico, que se marchó entristecido diluyendo su anhelo de alcanzar la vida eterna y de quien se eclipsó su nombre, porque decidió no seguir al Señor.