Sábado, 27 Abril 2024

Editoriales

Los escribas y la viuda

Los escribas y la viuda

Estando en el templo de Jerusalén, Jesús quiso enseñar a quienes le escuchaban con agrado que evitaran vivir la religiosidad a la manera de los escribas, protagonistas de un espectáculo sobre un escenario en el que hacían lucir una simulada santidad de la que en realidad carecían. Se ocupaban de todas las cosas materiales, pero descuidaban lo que le corresponde al espíritu. “Decía también en su instrucción: «Guárdense de los escribas, que gustan pasear con amplio ropaje, ser saludados en las plazas, ocupar los primeros asientos en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y que devoran la hacienda de las viudas so capa de largas oraciones. Ésos tendrán una sentencia más rigurosa»” (Mc 12,38-40).

Jesús, a la cabeza de los grandes maestros de la humanidad, vino a consolar a los afligidos, pero también a afligir a los consolados, a aquellos que, tal como los escribas, se tenían a sí mismos por venerables. Él sí ha llorado todas nuestras lágrimas y ha sonreído a todas nuestras ofrendas, fue mucho más que una revolución por la que el mundo clamaba y en su voluntad siempre estuvo el hacer ver la verdad a todos. Jesús fue el principio de un nuevo reino sobre la tierra, el único que ha de perdurar por siempre.

Quiso el Señor tomar un descanso y se dirigió al atrio de las mujeres, desde donde tuvo ante sí, a través de la puerta oriental, el panorama del monte de los Olivos, y a sus pies, a la izquierda, la sala del tesoro. A lo largo de ésta había trece cepos en forma de trompetas, en que los fieles depositaban sus limosnas. “Jesús se sentó frente al arca del tesoro y miraba cómo echaba la gente monedas en el arca del tesoro: muchos ricos echaban mucho. Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, o sea, una cuarta parte del as. Entonces, llamando a sus discípulos, les dijo: «Les digo de verdad que esta viuda pobre ha echado más que todos los que echan en el arca del tesoro. Pues todos han echado de los que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba todo cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir»” (Mc 12,41-44).

Jesús vio cómo llegaban personajes acaudalados que vaciaban el contenido de sus arcones repletos de monedas que al ir cayendo hacia adentro de las arcas cantaban una melodía de metales, atropellándose unas a otras entre los cuernos de la abundancia, de bronce, que ligaban el subsuelo del edificio sagrado con el pavimento del exterior. De pronto se presentó una viuda pobre que quiso entregarle su ofrenda a Dios. A la tarde de su vida, su existencia se había vuelto pesada porque ya no tenía esposo ni hijos que la ampararan ni patrimonio ni medio alguno de sustento. Su única posesión era un par de monedas con las que podría adquirir ese día un pan y un poco de aceite de olivo para darle sabor, y para el día siguiente no tenía nada más.

Ya frente al arca del tesoro, la pobre mujer tuvo que elegir entre comer o agradar a Dios y recordó el primer mandamiento del Decálogo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Entonces apretó con su mano enjuta ambas monedas para hacer de ellas una misma ofrenda, aunque juntas no sumaban ni siquiera una cuarta parte de lo mínimo a presentar en el Templo. Esas monedas eran la insignia de una vida que aspiraba a Dios, el impulso del corazón de una hija de Dios, de una anciana viuda, pobre, dueña de un corazón que custodiaba con abnegación la mayor riqueza: el amor a Dios por encima del amor a sí misma.

Sus manos soltaron la pequeña ofrenda que, en cuanto la vio Jesús, no cayó hacia las arcas del templo, sino al fondo de su corazón, convertido en altar de la ofrenda para quedarse allí para siempre, pues ella ofreció a Dios más de lo que Él había recibido de todos los que decían amarlo.

Porque la ofrenda no vale por su cantidad, sino por la voluntad y el amor de quien la ofrece, contrasta la religiosidad de la viuda con la religiosidad de los escribas porque en tanto que muchos suelen dejarle a Dios lo que les sobra, que son las migajas de su amor, ella le ofrendó un corazón inflamado de amor y le entregó cuanto ella era, sin restricciones, cuanto tenía, sin condiciones, mientras se repetía para sus adentros: –Todo para Dios, nada para mí–.