Viernes, 03 Mayo 2024

Editoriales

Con la autoridad de Dios

Con la autoridad de Dios

Luego de haber expulsado a los mercaderes del Templo, y dejando atrás la higuera seca, en la aldea de Betsaida, el martes regresó Jesús a Jerusalén “y, mientras paseaba por el Templo, se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían: «¿Con qué autoridad haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?». Jesús les dijo: «Les voy a preguntar una cosa. Respóndanme y les diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? Respóndanme»” (Mc 11,27-30).

Jesús caminaba libremente, recorriendo atrios y patios, ejerciendo autoridad sobre el recinto y dispuesto a encontrarse con quien fuese, sin temer a las autoridades que ya habían decidido matarlo. Ya no pudo enseñar al pueblo, como lo hizo el día anterior, porque la autoridad legal del templo lo estaba esperando con la certeza de que él volvería, y le salieron al encuentro los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. Tenían mucho miedo de él debido a la evidente influencia que ejercía en la gente gracias a sus preclaras enseñanzas que quedaban reforzadas por sus sorprendentes milagros. Suponían que la gente se alzaría a una señal suya, pues arrastraba tras de sí la posibilidad de un rompimiento del orden establecido que podría aprovechar contra el templo y contra ellos. Le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina (11,18). En su temor también se supieron exhibidos con la expulsión de los cambistas de monedas y mercaderes porque ellos toleraban sus operaciones a cambio de comisiones.

Sabían ser la autoridad y reclamaron para sí mismos reconocimiento y sumisión a su investidura, pero no quisieron reconocer que el tiempo del Mesías se había hecho presente y que el tiempo de ellos había llegado a su fin. Jesús, entonces, salvándose de ser presa de sus preguntas, y sin manifestar el origen de su potestad mesiánica, en la que radica su propia autoridad, los conminó a que manifestaran la jurisdicción que reclamaban poseer, y les preguntó acerca del profeta Juan, el Bautista, a quien ellos habían optado por soslayar desde que Jesús había comenzado a predicar. Siendo la autoridad, no supieron serlo, y “discurrían entre sí: «Si decimos: ‘Del cielo’, dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creyeron?’. Pero ¿vamos a decir: ‘De los hombres?’». Tenían miedo a la gente; pues todos tenían a Juan por un verdadero profeta. Responden, pues, a Jesús: «No sabemos». Jesús entonces les dice: «Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto»” (Mc 11,31-33).

Por encima de la razón, prevaleció en ellos la hipocresía, como si al desconocer a Juan pudiesen borrarlo de la historia. Habían evitado comprometerse con la verdad, y asegurando ser la autoridad no encontraron mejor respuesta que afirmar: No sabemos.

No sabían porque no creían ¿Cómo no habrían de saber que en el bautismo de Juan se encontraba un origen celestial? Las palabras con las que predicaba retumbaban en los oídos de ellos como relámpago que rasga el cielo. Y sabían que como autoridad que eran, tuvieron que haberse pronunciado hacia los dichos y hechos de Juan, mas no lo hicieron. Temían al pueblo pero también temían a la verdad; eran cobardes y ciegos a la vez, así que huyeron al verse confrontados tanto por la Verdad, que es Jesús, como por su auténtica y divina Autoridad.

Jesús los miró con enojo compasivo y les dijo lo que a todo hipócrita se le debe hacer saber: que si él falta a su compromiso de hablar con la verdad, él mismo rompe la reciprocidad de responder a cualquier pregunta suya, porque alterará la verdad, que sólo puede ser acogida por los que no tienen miedo de hablar con franqueza. Por eso él les declaró: «Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto».

Jesús les respondió «Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto» porque el conocimiento de la verdad se le puede ocultar a quien pregunta, ya sea porque carece de la capacidad de entender, ya sea porque es indigno, en su desinterés por conocer la verdad.

En las palabras de Jesús habló la Autoridad por encima de toda autoridad. Pudo haberles dicho que ellos mataron a Juan valiéndose de otros, y que a él lo matarían ellos mismos, esas autoridades que se ocultaron en sus madrigueras para hilvanar un asalto más letal para condenarlo y sentirse justificados al citar la Ley de Moisés en el Sanedrín como prueba en contra de él. Y aquellas falsas autoridades, que violaban la ley al amanecer y volvían a violarla al crepúsculo, son las que tramaron su muerte.