Jueves, 18 Abril 2024
Dueño de la vida

Dueño de la vida

Dicen que Jesús fue un gran filósofo que supo traducir sus pensamientos en una enseñanza de vida para sus discípulos; es cierto. Y dicen que de las manos de Jesús salían milagros que curaban enfermedades y sanaban emociones con un poder tal que expulsaba a los demonios; también es cierto. Pero dicen algunos que Jesús poseía un poder de seducción tan alto que sus milagros no eran milagros, sino prodigios de sugestión.

¿Quién podría sugestionar al agua hasta transformarla en vino? Sirvamos un vaso de agua y aunque con la mirada fija y penetrante mil veces le digamos que es vino, seguirá siendo agua por siempre. La sugestión no transmuta ni transforma la materia.

¿Quién podría sugestionar a un cadáver para que vuelva a vivir? Mil veces le podemos repetir a un muerto que no está muerto, que no es un cuerpo abandonado del alma, y aunque le digamos mil veces que espontáneamente vuelva a animarse de vida, seguirá siendo un cadáver.

En la persona de Jesús, la divinidad se hizo humana, pues es Dios y es hombre. Como Dios, eterno e inmortal; como hombre, sujeto al tiempo y a la muerte. Murió y luego resucitó, porque como dueño y creador de la vida, que es, tiene poder sobre la muerte.

Jesús tenía un amigo de nombre Lázaro, que un día enfermó gravemente hasta morir. Sus hermanas, María y Marta, habían pedido a Jesús que lo curara, pero cuando llegó a Betania, su aldea, se encontró con que su amigo ya había muerto y llevaba ya cuatro días en el sepulcro. “Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María se quedó en casa. Dijo Marta a Jesús: -Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano; pero aun ahora yo sé que Dios te concederá cuanto le pidas. Jesús replicó: -Tu hermano resucitará. Le respondió Marta: -Yo sé que resucitará en la resurrección, el último día. Jesús le respondió: -Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto?” (Jn 11,21-26). Jesús, conmovido en su interior, fue al sepulcro,  pidió que retiraran la piedra y “gritó con fuerte voz: -¡Lázaro, sal fuera! El muerto salió, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dijo: -Desátenlo y déjenlo andar” (Jn 11,43-44). Esto es más que una sugestión, es más que una enseñanza; esto es ser dueño y creador de la vida, es tener poder sobre la muerte.

En la India, una mujer de nombre Kisa Gotami, tenía un hijo que la llenaba de alegría, pero que enfermó hasta que murió a pesar de todos sus esfuerzos por salvarlo. Luego de recorrer toda su aldea en busca de una medicina que lo volviera a la vida, acudió con Buda, quien por su fama de estar dotado de toda clase de poderes, pensó que podría ayudarle. Buda le respondió que para hacer la medicina necesitaría una semilla de mostaza, pero le indicó una condición precisa: -La semilla debe venir de un hogar donde nadie nunca haya muerto. Los textos de la tradición budista refieren que ella encontró semillas de mostaza en muchas casas, pero ninguna en la que no hubiese muerto nunca alguien. Entendió, entonces, que la muerte es para todos, incineró a su hijo y volvió con Buda, de quien se hizo discípula suya. Es una buena reflexión, pero no es más que eso, una enseñanza filosófica.

En un pueblo llamado Naín, cuando Jesús se acercaba a sus puertas, “sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda. La acompañaba mucha gente del pueblo. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: -No llores. Luego, acercándose, tocó el féretro, y los que lo llevaban se pararon. Dijo Jesús: -Joven, a te digo, levántate. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre” (Lc 7, 12-15).

Una mujer le llevó a Buda a su hijo muerto y en respuesta recibió una enseñanza de desapego para poder librarse del sufrimiento. Un par de hermanas llevaron a Jesús al sepulcro de su hermano y él se los regresó vivo; y le devolvió vivo a su hijo a una madre sufriente. También volvió a la vida a la hija de Jairo, luego de tomarla de la mano ante sus abatidos padres (Cfr Mc 5,35-43). Jesús, más que mostrar cómo vivir la vida, nos enseña cómo hemos de vivir con la vida, ahora, para seguir viviendo más allá de la muerte.